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llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos. Todo lo cual, no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme á su voluntad hacía, las hiciera para el efeto contrario:

no porque á mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese á demasía sus solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas; que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece á mí que siempre nos da gusto el oir que nos llaman hermosas. Pero á todo esto se opone mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya á él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese. Decíanme mis padres, que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría de ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra cosa, más se encaminaban á su gusto que á mi provecho; y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lugar, como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama.

Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder á don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperan-