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viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron. Y como el cura dijese que los libros de caballería que don Quijote había leído, le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:

—No sé yo cómo puede ser eso, que en verdad que á lo que yo entiendo, no hay mejor letura en el mundo, y que tenga ahí dos ó tres dellos con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo á mí, sino á otros muchos, porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las siestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas: á lo menos de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.

—Y yo ni más ni menos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa, sino aquel que vos estáis escuchando leer, que estáis tan embobado, que no os acordáis de reñir por entonces.

—Así es la verdad, dijo Maritornes; y á buena fe que yo también gusto mucho de oir aquellas cosas que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto; digo que todo esto es cosa de mieles.

— —Y á vos ¿qué os parece, señora doncella? dijo el cura hablando con la hija del ventero.

—No sé, señor, en mi ánima, respondió ella :

también yo lo escucho, y en verdad que aunque