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no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo: pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo.

Luego bien las remediárades vos, señora doncella, dijo Dorotea, si por vos lloraran?

—No sé lo que me hiciera, respondió la moza, sólo sé que hay alguna señoras de aquellas, tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil inmundicias: y Jesús! yo no sé qué gente es aquella tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar á un hombre honrado, le dejan que se muera ó que se vuelva loco: yo no sé para qué es tanto melindre; si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa.

—Caila, niña, dijo la ventera, parece que sabes mucho destas cosas, y no está bien á las doncellas saber ni hablar tanto.

—Como me lo pregunta este señor, contestó ella, no pude dejar de respondelle.

—Ahora bien, dijo el cura, traedme, señor huésped, aquesos libros, que los quiero ver.

—Que me place, respondió él; y entrando en su aposento, sacó de una maletilla vieja cerrada con una cadenilla, y abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos de mano: El primer libro que abrió vió que era «Don Cirongilio de Tracia», y el otro «Félix Marte de Hircania», y el otro la «Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes». Así como