mas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina.
Como era codicioso sonreía al evocar al cliente, y la sórdida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arrugábale el labio sobre sus negruscos dientes.
Cobróme simpatía a pesar de ser un cascarrabias y por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libacos adquiridos en largas suscripciones. Así entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía:
—Ezte que chaval, hijo... que chaval... era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete...
Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:
—Ma lindo que una rroza... zi er tené mala zombra... Recapacitaba, luego:
—Figúrate tú... daba ar pobre lo que quitaba ar rico... tenía mugé en toos los cortijo... si era ma lindo que una rroza...
En la mansarda apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas... todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.
—Si era má lindo que una rroza y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas. Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.