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ROBERTO ARLT

Mas tarde agregaba:

—Verá tú que parte má linda cuando lleguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

—Cuidarlo niño que dineroz cuesta... y tornando a sus menesteres, inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo, toc... toc... toc... toc...

Dicha literatura que yo devoraba en las "entregas" numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de Don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma:

Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pié de un altozano verde.

Entonces yo... soñaba en ser bandido, y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas...

De consiguiente, mi camarada en las aventuras de la primera edad, fué Enrique Irzubeta.

Era éste un pelafustán a quien siempre oí llamar por el edificante apodo de "el falsificador".

He aquí como se establece una reputación y como el prestigio secunda al principiante en el laudable arte de embaucar al prójimo.

Enrique tenía catorce años cuando engañó al propietario de una fábrica de caramelos, lo que es una evidente