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EL JUGUETE RABIOSO

—¿Y esto?

—¿Cómo se llama?

—Charles Baudelaire. Su vida.

—A ver, alcanzá.

—Parece una bibliografía. No vale nada.

Al azar entreabría el volumen.

—Son versos.

—¿Qué dicen?

Leí en voz alta:

Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna
¡oh! vaso de tristezas, ¡oh! blanca taciturna,

Eleonora — pensé — Eleonora.

y vamos a los asaltos vanos,
como frente a un cadáver, un coro de gusanos.

—Ché, sabés que esto es hermosísimo. Me lo llevo para casa.

—Bueno, mirá, entanto que yo empaqueto libros, vos arreglate las bombas.

—¿Y la luz?

—Traétela aquí.

Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielorraso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía sus ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.

Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.

Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban la frente.

—Ahí viene un hombre... Entró recién... apaguen.