Enrique lo miró atónito y máquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quien había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.
El desconocido trepaba a la escalera y sus pasos eran inciertos.
Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.
Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.
—¿Quién será?— suspiró Enrique.
Lucio le respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe... y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el caríz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba.
Con vértigo inconsciente analizaba:
—Se acerca... no piensa... si pensara no pisaría así... arrastra los pies... si sospechara no tocaría el suelo con el taco... acompañaría el cuerpo en la actitud... siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de piés... y él no sabe... está tranquilo.
De pronto una enronquecida voz, cantó allí abajo, con la melancolía de los borrachos:
Maldito el día que te conocí
ay macarena, ay macarena.