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EL JUGUETE RABIOSO

La soñolienta canción se quebró bruscamente.

—Ha sospechado... nó... pero sí... nó... a ver; y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.

Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:

ay macarena, ay macarena.

—Enrique— susurré —Enrique...

Nadie me respondió.

Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.

—Es un borracho— sopló en mi oreja Enrique. Si viene lo amordazamos.

El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.

—¡De buena nos libramos!

—Y vos Lucio... ¿que estás tan callado?

—De alegría, hermano, de alegría.

—¿Y cómo lo viste?

—Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la "voglio dire". ¡Qué emoción!

—Mirá si el tipo se nos viene al humo.

—Yo lo "enfrío"— dijo Enrique.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Que vamos a hacer. Irnos, que es hora.

Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No se por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.

—¿De que te reís? preguntó malhumorado Enrique.

—No sé,