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EL JUGUETE RABIOSO

vías, y entre el "trolley" y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de donde.

Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al aban dono de aquella casa.

Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los postigos cerrados.

En un rincón del hall, en el piso cubierto de polvo, había olvidado un trozo de pan duro, y en la atmósfera flotaba olor a engrudo agrio: cierta hediondez de suciedad harto tiempo húmeda.

—Miguel — gritó con voz desapacible la mujer desde adentro.

—Va, señora.

—¿Está el café?

El viejo levantó los brazos al aire y cerrando los puños se dirigió a la cocina por un patio mojado.

—Miguel.

—Señora.

—¿Dónde están las camisas qeu trajo Eusebia?

—En el baúl chico, señora.

—Don Miquel — habló socarronamente el hombre.

—Diga Don Gaetano.

—¿Cómo le va don Miquel?

El viejo movió la cabeza a diesta y siniestra, levantan de desconsoladamente los ojos al cielo.

Era alto, flaco, carilargo, con barba de tres días en las flácidas mejillas y expresión lastimera de perro huído en los ojos legañosos.

—Don Miquel.

—Diga don Gaetano.

—Andá a comprarme un Avanti.

El viejo se marchaba.

—Miguel.

—Señora.