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ROBERTO ARLT

—Traete medio kilo de azúcar a cuadritos, y que te la dé bien pesada.

Una puerta se abrió, y salió don Gaetano prendiéndose la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello sobre la frente, un trozo de peine.

—¿Que hora son?

—No sé.

Miró al patio.

—Puerco tiempo — murmuró, y después comenzó a peinarse.

Llegado don Miguel con el azúcar y los toscanos, don Gaetano dijo:

—Traete la canasta, después te llevás el café al negocio y encasquetándose un grasiento sombrero de fieltro tomó la canasta que le entregaba el viejo y dándomela, dijo:

—Vamos al mercado.

—¿Al mercado?

Tomó mi frase al vuelo.

—Un consejo ché Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.

Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.

—¿Queda lejos el mercado?

—No hombre, acá en Carlos Pellegrini — y observándome caricontecido dijo:

—Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta.

Sin emabrgo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.

Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rubicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace