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EL JUGUETE RABIOSO

—Silvio.

—Señora.

Tomá, son cincuenta centavos. Te vas a comer por ahí —y arropándose los brazos en los repliegues de la pañoleta verde, recobró su fiera posición habitual. En las mejillas lividas dos lágrimas blancas resbalaban lentamente hacia la comisura de su boca.

Conmovido murmuré:

—Señora...

Ella me miró, y sin mover el rostro, sonriendo con una sonrisa convulsiva por lo extraña, dijo.

—Andá y te volvés a las cinco.

Aprovechando la tarde libre resolví ir a verlo al se ñor Vicente Timoteo Souza, a quien había sido recomenda de por un conocido que se dedicaba a las ciencias ocultas y demás artes teosóficas.

Presioné el llamador del timbre y permanecí mirando la escalera de mármol, cuya alfombra roja retenida por caños de bronce, mojaba el sol a través de los cristales de la pesada puerta de hierro.

Reposadamente descendió el portero trajeado de negro.

—¿Qué quiere?

—¿El señor Souza está?

—¿Quien es Vd.?

—Astier.

—As...

—Sí, Astier... Silvio Astier.

—Aguarde, voy a ver— y después de examinarme de piés a cabeza desapareció tras la puerta del recibimiento, cubierta de luengas cortinas blanco-amarillas.

Esperaba afanado, con angustia, sabedor que una re-