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EL JUGUETE RABIOSO

No me equivoqué.

Dio Fetente barrió con la escoba del fondo de la mesa, muchas telas de araña. Y después de cubrirla con un repasador, la mujer depositó en las tablas un bulto blanco, las ollas rellenadas de platos, cuchillos y tenedores, ató con un piolín el calentador Primus a una pata de la mesa y congestionada de trajinar, dijo viendo casi todo terminado.

—Que se vaya a comer a la fonda ese perro.

Acabando de arreglar los paquetes, Dio Fetente inclinado sobre la mesa, parecía un cuadrumano con gorra, y yo con los brazos en jarras cavilaba pensando donde don Gaetano se proporcionaría nuestra magra pitanza.

—Vos agarrá adelante.

Dio Fetente, resignado, cogió el borde del tablero... y yo también.

—Caminá despacio— gritó la mujer cruel.

Tumbando una pila de libros pasamos frente a don Gaetano.

—Andate puerca... ándate— vociferó él.

Ella rechinó los dientes con furor.

—Ladrón... mañana va a venir el Juez— y entre dos gestos de amenaza nos alejamos.

Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores, en los atrios de los teatros y cinematógrafos aguardaban desocupados elegantes, y los escaparates de las casas de modas con sus piernas calzadas de finas medias y suspendidas de brazos niquelados, las vidrieras de las ortopedías y joyerías mostraban en su opulencia, la astucia de todos esos comerciantes alagando con artículos de malicia, la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero.

Los transeuntes se desarrimaban a nuestro paso, no