tantes de su vida, el escribano que estendia su testamento le dijo:
— Fuerza será que consigne V. alguna cantidad para los músicos que hayan de asistir á su entierro.
Aquel hombre, conservando su humor festivo hasta las puertas de la eternidad, le replicó:
— La música que la pague el que la oiga.
Con el objeto de mofarse de un pobre aldeano que conduela una manada de cerdos, se le acercó un gracioso y le dijo:
— Dios te guarde, capitán de lechones.
El aldeano le contestó:
— Seas bien venido, soldado de mi compañía.
Presentando Felipe IV unos versos medianos al inmortal Quevedo, y exigiéndole que espusiera con franqueza su parecer acerca de ellos, le dijo:
— V. M. se sale con todo lo que emprende. Hoy se ha empeñado en hacer versos malos, y á fé que no habrá quien se atreva á hacerlos peores.
Los padres de la Merced convidaron un dia á comer á D. Francisco Quevedo, que viendo poner en la mesa un plato de nabos, esclamó:
— ¡Bravo, sobervio, valiente plato es este!
— -¿Y por qué? le preguntó el comendador.
— Porque maldito si tiene nada de gallina.
Cierto caballero cortesano dijo un dia á Quevedo: