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198 — BIBLIOTECA DE LA RISA.

— Hermanos míos: tres cosas hay que no me sé esplicar.

La primera es, que sean tan tontos los muchachos, que tiren piedras á los árboles para coger la fruta, cuando si la dejasen sola, ella misma se caerla a las manos.

La segunda, que sean los hombres tan malvados, que vayan a la guerra amatarse unos á otros, cuando por sí solos han de morir.

La tercera y última, y la que mas me confunde es, que sean tan bobos los jóvenes, que vayan á buscar á las muchachas, cuando si se estuviesen quietos en sus casas ellas irian á buscarlos.


El Emperador y el poeta.

Augusto César acostumbraba premiar generosamente á los buenos poetas que le dedicaban versos; pero entonces, como ahora, habia un número tan desmesurado de poetastros y fabricadores de dísticos á escoplo, que no era posible ni justo premiar ni ser generoso con todos. Al hacer esta comparación, no se crea que pensamos encontrar ahora poetas como los de entonces, ni grandes amantes de la literatura que los premien como Augusto y Mecenas. Ninguna cosa de las dos pensamos, ni mucho menos.

Pero vamos al cuento.

Es el caso, que uno de los poetas mas fecundos, mas tenaces y mas desgraciados en los repartos de pecunia, lo era uno griego , que todos los dias le presentaba una oda, todos los dias esperaba comer con ella, y todos los dias se quedaba en ayunas. Tantas llegó á presentar, que Augusto pensó en la necesidad de librarse de aquel importuno, y al efecto, un dia que pur la centésima vez le llevó unos adónicos, Augusto sacó otros versos que él mismo habia compuesto, y se los dio como si le pagase en la misma moneda.

Los espectadores, que comprendieron la acción,