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de hablar; el público estaba con la boca abierta hacia algunos minutos sin que el predicador desplegase los labios, porque se le habla, olvidado del todo la oración.

En tales casos el pensar es difícil, pero con todo, el cura pensó que lo conveniente para salvarse por entonces era ganar algún tiempo, porque de este modo podia principiar por serenarse y concluir por recordar aunque solo fuese las primeras palabras.

Con esta idea llamó al sacristán desde el pulpito y le dijo:

— Juan Pérez, Juan Pérez....

— Señor.

— ¿Están en la iglesia todos mis feligreses?

— Si, señor.

— Pues cierra la puerta, porque me incomoda el silencio de la calle.

El sacristán cerró las puertas, el cura se puso á discurrir, y el auditorio, que no merecía tal nombre, á abrir de nuevo la boca, como si quisiera tragarse á su párroco.

Este dijo de nuevo:

— ¿En dónde estás, Juan Pérez?

— Señor, aquí.

— Mira, cierra y corre las cortinas de las claraboyas, porque me incomódala luz.

El sacristán corrió las cortinas y cerró las ventanas; pero el sermón se habia ido tan lejos que no queria volver.

— Juan Pérez, Juan Pérez

— ¿Qué manda V. , señor?

— Está abierta la puerta de la sacristía?

— Sí, señor.

— Pues ciérrala, hijo, ciérrala, porque me traspasa el aire que entra por ella.

El sacristán cerró la puerta de la sacristía.

Pasaron algunos segundos, el cura se dio con la mano en la frente, y dijo:

— Juan Pérez, Juan Pérez...