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entre dos aguas. Hasta dos días antes de llegar á Bagdad no empecé á ver en las dos millas algo que me interesase. En el primer gran recodo que forma el Tigris por el lado del Oeste, vi una línea de montecillos hacia el Sur-sur-Oeste, siguiendo la dirección del Eufrates. Esta línea es llamada por los indígenas sidd Nimrud, el dique de Nemrod, y, según los comentadores, es la antigua muralla de Media que salvaron los Diez Mil después de la batalla de Cunara, acerca de la cual no se tienen mas que nociones muy vagas. ¿Era un parapeto análogo á la muralla de la China, erigido Sara oponerse á las invasiones de los bárbaros de Mesopotamia? Es muy posible. ¿Era la escarpa de un canal destinado á llevar las aguas del Tigris al interior de la península? Esta hipótesis es menos probable que la otra.

Algunas millas mas abajo, llego á Tell Mandjour, montón de ruinas considerables en que el comandante Janes, que es el que mejor ha estudiado aquella comarca, coloca á Opis, la ciudad mas considerable de la alta Babilonia hasta el tiempo de los Seleucides. Estos le dieron por rival una ciudad de Antioquía, de la cual se tienen muy pocas noticias y cuya posición es dudosa.

Mas adelante llama mi atención un edificio estraño, una especie de torre de ladrillo, de forma espiral, junto á una ciudad cuyo nombre antiguo (Sumara ó Samara) no ha sufrido alteración alguna. La tal torre era un observatorio del tiempo de los califas y no parece imposible que antes de este tiempo se hubiese destinado ya á lo mismo. No se olvide que entramos en la tierra clásica de la Astronomía.

No son estos vestigios de ciencia los únicos que nos acompañan. La llanura monótona y desnuda que dejo á mi izquierda, ha sido teatro de una Me las mas nobles escenas que la antigüedad nos ha conservado. Allí es donde pereció, á la edad de treinta y un años, un romano que pertenece á nuestra historia francesa, aquel César Juliano tan injuriado por libelistas injustos, sin mas razón que la de haber intentado restablecer sin violencia caducidades en que tal vez él mismo no creia. Los mismos que han perdonado á Constantino el Grande una serie de crímenes enormes, han sido implacablos con los errores y ridiculeces de un César ideólogo. Pero los que rechazan con merecido desden la historia que se compone de habladurías, no pueden olvidar que aquel filósofo contra las tendencias de su siglo, fue un hombre honrado y un héroe. En Babilonia no he podido recorrer sin conmoverme el teatro de aquella brillante campaña del año 363, que en la historia de aquellas comarcas se coloca al lado de las de Alejandro el Grande y de las de Heráclio, y hubiera probablemente con- cluido con el imperio de los persas, sin la jabalina que, cerca de Maranga, hirió mortalmente al jóven vencedor. Tomo de Amiano Marcelino las últimas palabras de Juliano, que son muy superiores á la ironía amarga de las últimas que Alejandro pronunció casi en el mismo lugar, siete siglos antes:

«Muero sin remordimientos. No tengo que echarme en cara ninguna felonía cometida durante mi destierro, ni tampoco durante el tiempo que han estado en mis manos las riendas del imperio. Lo recibí de los inmortales como un depósito, y me glorío de haberlo conservado puro, gobernando con moderación y no declarando ni sosteniendo jamás la guerra sino después de un maduro exámen. Si no siempre han correspondido á mis esperanzas las ventajas ó la utilidad que de ello me prometía, se debe á que los dioses disponen de los acontecimientos. Convencido de que un gobierno justo no aspira mas que al interés y bienestar del pueblo, me he sentido siempre inclinado á la paz, y no he sido nunca crapuloso, porque la crápula de los gobernantes destruye las costumbres de os pueblos. Cuantas veces la república, que he considerado constantemente como una madre soberana, me ha mandado arrostrar un peligro, me he lanzado á él con alegría, y me he acostumbrado á despreciar los caprichos de la suerte. Razón tienen los que califican de cobardes á todos los que desean la muerte cuando ésta no es necesaria, y á todos los que la temen cuando llega la ocasión de sufrirla. Mis fuerzas no me permiten decir nada mas. No es por olvido por lo que no os nombro mi sucesor. Podría no indicar el mas digno, ó tal vez nombrando al que considerase mas capaz, le espondria con mi predilección á los mayores peligros. A fuer de amante hijo de la república, deseo que ésta después de mi muerte encuentre un jefe digno de ella.»

Paso sucesivamente por delante de las ruinas de Sitacia y de Apamia y por delante de Kadasieh, la Santa, ciudad relativamente moderna, pues no es anterior á los califas. Según Aboulfeda, era famosa por la piedad de sus habitantes, y (lo que para mí es mas interesante) por sus hornos de vidrio.

Empezamos á ver las orillas cubiertas de palmeras, coronadas de jardines, y luego la imponente mole de Bagdad se destaca delante de nosotros. El kelek se detiene, y yo tomo un kafat, lancha redonda, especie de cesto de mimbres embreado, y llego al puente de barcas y luego á tierra. Voy derecho al consulado de Francia, donde me encuentro con un antiguo amigo, con mi activo compañero del mar Rojo, M. Pellisier, recien establecido, el cual me ofrece una hospitalidad que yo acepto sin vacilaciones.

(Se continuará.)

M. Guillermo Lejean.

NOVELAS Y CUADROS DE COSTUMBRES.

LA HIJA DE LAS AGUAS.


I.

El príncipe Roberto habia nacido poeta. Su alma, semejante á las flores que sólo se abren por la noche, se empequeñecía procurando ocultarse en el esplendor de la córte y sólo se desahogaba en la soledad. Allí gozaba como en el seno de una madre, allí se sentía a un mismo tiempo pequeño y grande como Moisés viendo á Dios de espaldas (según dice la Biblia) en el Sinaí. Las mujeres decían que era un oso, pero como los artistas hubieran podido tomarle por modelo de sus Apolos, le miraban alejarse de ellas al modo que Fedra á Hipólito. Los guerreros le llamaban «el hermitaño», pero se lo llamaban en voz baja y cuando estaba lejos, porque sabían que era fuerte como Hércules. Los sabios aseguraban que nunca haría cosa de provecho, porque prefería hablar con las llores y los pájaros á oir sus discursos latinos, y solamente le defendían los cortesanos porque era el heredero del trono.

Roberto nada sabia de todo esto, ni le importaba. Se dejaba llevar por el tiempo como un niño en su cuna por la corriente de un rio, y sonreía cuando hacia sol y dormía cuando tronaba la tempestad. «¡Quién fuera pájaro!» decía algunas veces, y á esto se limitaban sus deseos. «Cuando yo sea rey, prohibiré la caza», añadía otras, y á esto se limitaban sus proyectos. Todos los principes no piensan asi. ¿Es una desgracia ó una fortuna?

Corrieron los años: Roberto creció y de niño pasó á ser hombre, y empezó á sentir en su corazón un vacío que no se llenaba con la contemplación de las estrellas por la noche, ni con la contemplación de las flores por el día. Como aquel huérfano recogido por los padres del yermo que, habiendo visto por casualidad á los tí» años una mujer que le dijeron era una ánade cayó enfermo, y preguntado con qué se curaría respondió:—«con una ánade como la que vi días pasados» notó que necesitaba algo de que no se daba cuenta y ese algo era una mujer.

Siguiendo su costumbre de meditar á solas, se fué al campo á meditar en su enfermedad y en el remedio que podia oponerla y que no adivinaba. Vió dos tórtolas que se besaban en una rama, y esclamó: —«¡Quién fuera tórtola!» Vió dos mariposas que morían á consecuencia de haberse dado el primer beso de amor, y esclamó:—«¡Yo quisiera morir asi!»

En una de las tardes en que mas embebido estaba en sus meditaciones poéticas y en que, reclinado al pie de un árbol al lado de una fuente rústica, contemplaba la estrella de Vénus, oyó á su lado un suspiro que le hizo estremecer hasta la médula de los huesos.

Volvió la cabeza y vió á su lado la jóven mas bella que había ideado, un perfume, un esplendor, una melodía encarnados en una mujer.

Roberto cayó de rodillas como un creyente al ver descorrerse el velo del templo. Se creyó, no en presencia de un ángel, sino del mismo Dios. La jóven, la niña por mejor decir, nada tenia de imponente, parecía una hija del pueblo que iba con su cantarillo á la fuente como Rebeca.

Le saludó sonriendo; y cantando en voz baja, pero con una dulzura que la hubieran envidiado todos los ruiseñores del bosque, una canción popular, se puso á llenar su cantarillo.

Roberto la miraba extático. Cuando ella, acabado de llenar su cantarillo, se alejó volviendo de tiempo en tiempo la cabeza, le pareció que le arrancaban el alma, pero no se atrevió á murmurar una palabra, por timidez. Permaneció en el campo mas tiempo que de costumbre, y volvió á su palacio mas pensativo que nunca.

II.

Tan pensativo iba (y por cierto, que él mismo no sabia en qué pensaba) que antes de llegar á la puerta de su habitación, tropezó en una antesala con el médico mas afamado de la córte y le dió un empellón tan fuerte que faltó poco para que le derribase.

El médico dio un traspiés y estuvo á punto de esclamar:—«¡Qué bestia!» pero vió á tiempo que el que le habia empujado era el príncipe y le hizo una cortesía, diciéndole con voz compungida :—¡Perdón, señor! He sido un torpe en no haber visto á V. A.

Este médico no debía su fama á la casualidad. En medicina ciertamente no era de los mas doctos. Habia escrito en diversas papeletas todas las recelas posibles, las bahía arrollado una por una y las guardaba en una gran bolsa. Cuando le llamaban á la cabecera de un enfermo, acudia sin darse prisa, con la cara muy seria, el trage muy arreglado y la bolsa colgada de la cintura. Examinaba al paciente con detención, le hacia una infinidad de preguntas, meditaba, tosía, volvía á meditar. Después metía la mano en la bolsa, sacaba una receta como quien saca un número de la lotería, y decia á la familia:—«Dadle esto», añadiendo por lo bajo, mirando al enfermo al guardarse el precio de la consulta:—«Dios te la depare buena.» A pesar de esto, aseguraba que no se le morían mas enfermos que á otro cualquiera y quizá tenia razón.

En cambio, sabia como el que mas el arte de conocer á las personas, y tenia una medicina cortesana, como él la llamaba, en que nadie le igualaba. Veía á un ministro a punto de caer:—«Usted está enfermo, le decia y le conviene tomar aires.» El ministro en desgracia decia á todos: «Me voy, porque los negocios arruinan mi salud. El doctor X. me manda á tomar aires y es un gran doctor; por lo demás, tengo ahora mas favor que nunca en la córte.» Veia á un general derrotado:—«¡Vive Dios! esclamaba, que sólo un loco ha podido ir á combatir en el estado de salud en que usted se encuentra. Usted padece una enfermedad terrible que le quitará siempre las fuerzas y la vista cuando se encuentre á caballo al aire libre. Por fortuna, hé aquí un remedio que cura eso en veinte y cuatro horas (y sacaba una receta de la bolsa); tómelo usted y estando sano, no volverá á ser vencido. Usted no ha sido vencido por su culpa, sino por la de la enfermedad» y el general decia á todo el inundo:—«Si he sido vencido no ha consistido en mí, sino en mi enfermedad, y sino preguntárselo al doctor, que es un oráculo.» ¡Cuantas veces leía en los ojos de una mujer que al marido le convenia tomar baños, y en los ojos de un devoto heredero que á un tio ochentón le era indispensable el último sistema de entrar en calor que se recomendó á David!

El príncipe iba á pasar sin hacer caso del doctor, pero este le miró fijamente y haciéndole un nuevo saludo:—Perdón, señor, le dijo, mi deber me obliga á molestar un momento la atención de V. A.

—¿Qué quieres? le preguntó el príncipe, distraído.

—O mi ciencia es una locura é Hipócrates y Galeno indignos de crédito, ó V. A. está enfermo.

—Creo que sí y que necesito reposo; por eso me voy á acostar.

—No es malo eso como primera providencia, pero no es suficiente; Bonus sed non satis. Permita V. A. que yo me encargue de su salud.

Y metiendo la mano en su bolsa, sacó una recela que entregó al príncipe, sin mirarla, diciendo:— «Tome eso V. A.» y añadiendo por lo bajo, como de costumbre:—«Dios te la depare buena.»

La receta decía Recipe: una cantárida al costado, dos sangrías de 8 onzas cada una, pildoras de opio y dieta.

—Está bien, dijo el principe, sin mirarla y disponiéndose á seguir su camino. Pero el médico le detuvo aun, añadiendo:

—Señor, no es eso todo.

—Pues ¿qué mas hay? despacha.

—V. A. está visiblemente afectado por una afección moral.

El príncipe, se estremeció.

—¿Quién te ha dicho eso? preguntó.

—Señor, para la ciencia no hay secretos, y como el médico de Antioco y Seleuco acertó que el principe estaba enamorado...

—¡Calla, calla! le interrumpió el príncipe, mirando á todas partes como si temiese que alguno sorprendiera su secreto.

—Dios me la ha deparado ahora buena á mí, dijo el médico para su capote; iba á hacer una comparación para adorno del discurso y descubro, merced á ella, la enfermedad; ¿y habrá quién sostenga que son inútiles la retórica y la erudición? Veamos ahora de quién está enamorado el príncipe.

Pero cuando se preparaba á tomar de nuevo la palabra, se vió interrumpido por dos personajes que, entrando por diferente puerta cada uno, habían oído parle del coloquio anterior.

Uno de estos personajes era un gran sabio, el otro un gran géneral.

El sabio, filósofo que declamaba como Séneca contra el lujo, era rico como Séneca, hablaba contra las mujeres como Salomón y tenia un serrallo tan provisto como el de Salomón, etc.

El general se preciaba de literato y podia ponerse al lado de Duras, á quien, cuando obtuvo en 1775 el gran sillón de la Academia francesa, dirigieron el siguiente epigrama:

Duras invoquait á la fois
Le dieu des vers et le dieu de la guerre:
II réclamait leprix de ses vaillants exploits
Et de son savoir litteraire.
Tous deux, par un suffrage égal,
Ont satisfait sa noble envié:
Phébus lui dit: Je te fais maréchal;
Mars lui donna place á l'Academie.

—Si este jóven está atacado de una enfermedad moral, dijo el sabio, á mí, médico del alma, corresponde