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Sofocles murmuró entre dientes no sé qué excusas.

El Rey continuó:

— Estas damas son inglesas distinguidas; tienen una fortuna de más de un millón; las reciben en la embajada de Inglaterra; su hermano, que está en Atenas, conoce a todos los banqueros de la ciudad.

¡Menos mal! — exclamó la señora Simons.

El Rey prosiguió:

— Tú debías de haber tratado a estas señoras con todos los miramientos debidos a su fortuna.

— ¡Bien! — dijo la señora Simons.

— Conducirlas aquí con cuidado.

¿Para qué? murmuró Mary—Ann.

Y abstenerte de tocar a su equipaje. Cuando se tiene el honor de encontrarse en el monte con dos personas del rango de estas damas, se les saluda con respeto, se les trae al campamento con deferencia, se les guarda con circunspección y se les ofrece cortésmente todas las cosas necesarias para la vida, hasta que su hermano o el embajador nos envie un rescate de cien mil francos.

—¡Pobre señora Simons! ¡Querida Mary—Ann! Ninguna de ellas esperaba esta conclusión. Por mi parte, no me sorprendió. Sabia con qué taimado granuja nos las habiamos. Tomé audazmente la palabra y le dije a quemarropa:

— Puedes guardarte lo que tus hombres me han robado, porque es todo lo que tendrás de mi. Soy pobre, mi padre no tiene nada, mis hermanos comen a menudo su pan a secas, no conozco ni banqueros