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los bosques de olivos sombríos, la llanura polvorienta, el lomo agrisado del Himeto, curvado como la espalda de un anciano, y ese admirable golfo Sarónico, tan azul que se diria un jirón caido del cielo.

Seguramente la señora Simons no tenía el espiritu dispuesto a la admiración, y, sin embargo, confesó que el alquiler de una vista tan hermosa costaria caro en Londres o en Paris.

La mesa estaba servida con una sencillez heroica.

Un pan moreno, cocido en el horno de campaña, humeaba sobre el césped y embargaba el olfato por su olor penetrante. La leche cuajada temblaba en un gran cuenco de madera. Las gruesas aceitunas y los pimientos verdes se amontonaban sobre tablillas mal desbastadas. Un pellejo velludo hinchaba su amplia panza al lado de una copa de cobre rojo ingenuamente cincelada. Un queso de oveja descansaba sobre el lienzo con que se le habia apretado, y cuya huella conservaba todavia. Cinco o seis lechugas apetitosas nos ofrecían una hermosa ensalada, pero sin ningún aderczo. El rey habia puesto a nuestra disposición su vajilla de campaña, que consistia en cucharas esculpidas con el cuchillo, y disponíamos además, lujo desmedido, del tenedor de nuestros cinco dedos. La tolerancia no habia sido llevada hasta el punto de servirnos carne; pero, en cambio, el tabaco dorado de Almyros me prometia una admirable digestión.

Un oficial del Rey se había encargado de servirnos y de escucharnos. Era el repugnante corfiota, el hombre de la sortija de oro, que sabia el inglés.