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Caballero continuó la señora Simons—, Dios es quien le envía a usted. Habíamos perdido toda esperanza. Nuestro único defensor era un joven alemán de la clase media, un sabio que recoge hierbas y queria sal varnos por los medios más absurdos. En fin, jaqui estamos! Yo estaba completamente segura de que seriamos libertadas por los gendarmes. ¿No es cierto, Mary—Ann?

Si, mamá.

— Sépa usted, caballero, que estos bandidos son los peores de los hombres. Han comenzado por quitarnos todo lo que llevábamos encima.

¿Todo? preguntó el capitán.

— Todo, excepto mi reloj, que había tenido la precaución de esconder.

Ha hecho usted bien, señora. ¿Y se han guardado lo que le habian cogido?

No; nos han devuelto trescientos francos, un neceser de plata y el reloj de mi hija.

¿Tiene usted todavia estos objetos en su poder?

— Claro que si.

¿Le habrán cogido a usted sus sortijas y sus pendientes?

T No, señor capitán.

Tenga usted la bondad de dårmelos.

— ¿Darle qué?

Sus sortijas, sus pendientes, el neceser de plata, dos relojes y una suma de trescientos francos.

La señora Simons exclamó vivamente:

— ¡Cómo! ¿Quiere usted cogernos de nuevo, caballero, lo que los bandidos nos han devuelto?