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Se acomodó en un diván, plegó las piernas debajo del cuerpo, como los narradores árabes; se despojó de su abrigo para ponerse fresco, encendió su pipa, y comenzó el relato de su historia. Yo me habia sentado a la mesa de despacho, y tomaba taquigráficamente lo que él me iba dictando.

Nunca he sentido desconfianza, sobre todo con los que se muestran atentos conmigo. Sin embargo, el amable extranjero me contaba cosas tan sorprendentes, que me pregunté varias veces si no se estaba burlando de mi. Pero su palabra era tan segura, sus ojos azules me enviaban una mirada tan límpida, que mis veleidades de escepticismo se extinguian en el mismo instante.

Habló, sin parar, hasta las doce y media. Si se detuvo dos o tres veces, fué para encender la pipa.

Fumaba sin cesar, en bocanadas iguales como la chimenea de una máquina de vapor. Siempre que levantaba la vista hacia él, veiale tranquilo y sonriente en medio de una nube, como Júpiter en el quinto acto del Anfitrión.

Vinieron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Hermann se sentó enfrente de mi, y las ligeras sospechas que vagaban por mi cabeza no resistieron al'espectáculo de su apetito. Un buen estómago, me decia para mis adentros, rara vez va unido a una conciencia culpable. El joven alemán hacia demasiado honor a la mesa para ser un narrador infiel, y su voracidad me respondía de su veracidad. Bajo la impresión de esta idea le confesé, ofreciéndole más fresas, que había dudado un instante