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de su buena fe, y él me respondió con una sonrisa angelical.

Pasé el dia a solas con mi nuevo amigo, y no se me ocurrió quejarme de la lentitud del tiempo. A las cinco de la tarde apagó su pipa, se puso su abrigo, y me estrechó la mano despidiéndose. Yo le respondi: «¡Hasta la vista!» — No replicó sacudiendo la cabeza —; me marcho hoy en el tren de las siete, y no me atrevo a esperar que nos volvamos a ver nunca más.

. Déjeme usted sus señas. No he renunciado todavia al placer de los viajes, y acaso vaya por Hamburgo.

— Por desgracia, no sé yo mismo dónde plantaré mi tienda. Alemania es grande, y no es seguro que siga siendo ciudadano de Hamburgo.

¡Pero, si publico su relato, al menos es preciso que pueda enviarle un ejemplar!

— No se tome usted esa molestia. En cuanto el libro se hay a publicado, lo imprimirån en Leipzig, en casa de Wolfgang Gerhard, y lo leeré. Adiós.

Él se marchó; yo relei atentamente la narración que me había dictado; encontré en ella algunos de talles inverosímiles; pero nada que contradijese formalmente lo que yo habia visto y oido durante mi estancia en Grecia.

Sin embargo, en el momento de dar el manuscrito a la imprenta, me detuvo un escrúpulo: ¿no se habrian deslizado algunos errores en el relato de Hermann? En mi calidad de editor, ¿no resultaba también un poco responsable? Publicar sin más la histo-