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ria del REY DE LAS MONTAÑAS, ¿no era exponerse a las reprimendas paternales del Journal des Débats, al mentis de los gaceteros de Atenas y a las groserias del Espectador del Oriente? Este perspicaz periódico habia ya inventado que yo era giboso. ¿Debía proporcionarle la ocasión de llamarme ciego?

En esta perplejidad, tomé la decisión de sacar dos copias del manuscrito. Envié la primera a un hombre digno de confianza, a un griego de Atenas, el señor Patriotis Pseftis (1). Le supliqué que me señalase sin ambages y con sinceridad griega los errores de mi joven amigo, y le prometi imprimir su respuesta al fin del volumen.

Mientras tanto, entrego a la curiosidad pública el texto mismo del relato de Hermann. No cambiaré una palabra; respetaré—hasta las más enormes inverosimilitudes. Si me pusiese a corregir al joven alemán, me convertiria por este hecho mismo en su colaborador. Me retiro discretamente; le cedo el sitio y la palabra; mi alfiler está fuera de juego; Hermann es quien os habla, fumando su pipa de porcelana y sonriendo detrás de sus lentes de oro.

(1) Estas dos palabras significan en griego patriota embustero.—(N. del T.)