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usted más precavido que yo; la juventud es imprudente.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Le digo que tiene usted razón. Es preciso estar en todo. ¿Quién sabe si no sufrirá usted una segunda derrota más terrible que la primera? Como no siempre ha de tener usted las piernas de los veinte años, podría usted caer vivo en manos de los soldados.

—¿Yo?

— Entonces le incoarian a usted proceso como a un simple malhechor; los magistrados no le temerian ya. En tales circunstancias, un recibo de ciento quince mil francos seria una prueba abrumadora.

No dé usted armas a la justicia contra usted mismo.

Acaso la misma señera Simons o sus herederos serian partes en el proceso para reivindicar lo que les ha sido tomado. ¡No firme usted recibos nunca!

Con voz tonante respondió:

—¡Los firmaré! ¡Y mejor dos que uno! ¡Firmaré tantos como se quiera! Los firmaré siempre y a todo el mundo. ¡Ah! Los soldados se imaginan que me someterán sin dificultad porque el azar y el número les han dado una vez la ventaja! ¡Yo caer vivo entre sus manos! ¡Mi brazo está a prueba de la fatiga, y mi cabeza a prueba de las balas! ¡Yo ir a sentarme a un banco delante de un juez como un aldeano que ha robado coles! Joven, usted no conoce todavía a Hadgi—Stavros. Sería más fácil arrancar de raiz el Parnés y plantarlo sobre la cima del Taigeto que arrancarme de mis montañas y arrojarme en el