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banco de un tribunal. ¡Escriba usted en griego el nombre de la señora Simons! Bien. ¡Ahora, el de usted también!» —No es necesario, y...

—Escriba usted; usted sabe mi nombre y estoy seguro de que no se le olvidará. Quiero tener el de usted para acordarme.

Emborroné mi nombre como pude en la armoniosa lengua de Platón. Los tenientes del Rey aplaudieron su firmeza, sin prever que le costaba ciento quince mil francos. Yo corri, satisfecho de mi, y con el corazón libre de un gran peso, a la tienda de la señora Simons. Le conté que su dinero había escapado por muy poco, y ella se dignó sonreir al saber cómo me las habia arreglado para robar a nuestros ladrones.

Media hora después, sometió a mi aprobación la carta siguiente:

«Desde el Parnés, en medio de los demonios de este Stavros.

»Mi querido hermano:

»Los gendarmes que enviaste en nuestro auxilio nos han traicionado y robado de una manera indigna. Te recomiendo que los hagas colgar. Haría falta una horca de cien pies de alto para su capitán Pericles. Me quejaré de él particularmente en el despacho que pienso enviar a lord Palmerston, y le consagraré todo un párrafo en la carta que escriba al editor de The Times en cuanto nos hayas puesto en libertad. Inútil esperar nada de las autoridades locales. Todos los del país se entienden contra