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terror supersticioso, y le creía capaz de milagros.

No pareció satisfecho hasta que llegó a la cifra de 4.600 libras esterlinas. Entonces vió bien que no se trataba de gendarmes. La carta fué depositada con otros papeles en un cilindro de latón. Trajeron al buen viejo, que no habia tomado más vino que el necesario para aligerarse las piernas, y el Rey le dió la caja de las cartas con instrucciones precisas.

Se puso en camino, y mi corazón corrió con él hasta el término del viaje. Horacio no siguió con mirada más tierna la nave que llevaba a Virgilio.

El Rey se dulcificó mucho cuando pudo considerar este negocio como terminado. Ordenó para nosotros un verdadero festin; mandó distribuir doble ración de vino a sus hombres; fué a ver a los heridos y a extraer con sus propias manos la bala de Sofocles.

Se dió orden a todos los bandidos de que nos trataran con los miramientos debidos a nuestro dinero.

El almuerzo que hice sin testigos, en compañía de las damas, es una de las más alegres comidas que recuerdo. ¡Todos mis males habian acabado! Después de dos días de dulce cautiverio, quedaria en libertad. ¡Y acaso al salir de las manos de HadgiStavros, una cadena adorable...! me sentía poeta a la manera de Gessner. Comí con tan buen ánimo como la señora Simons, y bebi seguramente con más gana. Caí sobre el vino blanco de Egina como en otro tiempo sobre el de Santorin. Bebi a la salud de Mary—Ann, a la salud de su madre, a la salud de mis buenos padres y de la princesa Ipsoff. La señora Simons quiso escuchar la historia de esta noble