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desenvainaban sus sables, los más celosos me apuntaron con sus pistolas. Hadgi—Stavros puso un freno a su entusiasmo: me protegió con su cuerpo como una muralla, y prosiguió su discurso en estos términos:

—Consuéla te, Basilio; no quedarás sin venganza. Si sólo escuchase mi dolor, ofrecería a tus manes la cabeza del asesino; pero vale quince mil francos, y esta idea me contiene. Tú mismo, si pudieses usar de la palabra como en nuestros consejos, me suplicarías que preservase sus días y rechazarias una venganza tan costosa. No son las circunstancias en que tu muerte nos ha dejado propias para hacer locuras y para tirar el dinero por la ventana.

Se detuvo un momento; yo respiré.

—Pero—continuó el Rey—yo sabré conciliar el interés con la justicia. Castigaré al culpable sin arriesgar el capital. Su escarmiento será el más bello adorno de tus funerales, y desde la elevada mansión de los palikaros, adonde tu alma ha volado, contemplarás con gozo un suplicio expiatorio que no nos costará un céntimo.

Esta peroración entusiasmó al auditorio. Todo el mundo quedó encantado, excepto yo. Me devanaba los sesos procurando adivinar lo que el Rey me reservaba, y me sentia tan poco seguro, que mis dientes castañeteaban como para romperse. Ciertamente, debía considerarme afortunado de salvar la vida, y la conservación de mi cabeza no me parecia una ventaja insignificante. Pero conocía la imaginación inventiva de los helenos de camino real. Sin darme la