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para quien habia llevado una carta de recomendación, fué tan amable que me buscó un alojamiento. Me llevó a casa de un pastelero llamado Cristódulo, en la esquina de la calle de Hermes y la plaza del Palacio real. Allí encontré hospedaje por cien francos al mes. Cristódulo es un viejo palikaro, condecorado con la cruz de Hierro, en memoria de la guerra de la independencia. Es teniente de la falange, y cobra la paga detrás de su mostrador. Lleva el traje nacional, el gorro rojo de borla azul, la chaqueta de plata, el zagalejo blanco y las polainas doradas, para vender helados y pasteles. Su mujer, Marula, es enorme, como todas las griegas de más de cincuenta años. Su marido la compró por ochenta piastras en lo más duro de la guerra, cuando este sexo costaba bastante caro. Nació en la isla de Hidra; pero se viste a la moda de Atenas: chaqueta de terciopelo negro, zagalejo de color claro, en el pelo un pañolón trenzado. Ni Cristódulo ni su mujer saben una palabra de alemán; pero su hijo Dimitri, que es guía y se viste a la francesa, comprende y habla un poco todos los dialectos de Europa. Por lo demás, yo no tenia necesidad de intérprete. Sin haber recibido el don de las lenguas, soy un poliglota bastante distinguido y destrozo el griego tan corrientemente como el inglés, el italiano o el francés.

Mis patronos eran buenas gentes; más de tres puede uno encontrar en la ciudad. Me dieron una pequeña habitación enjalbegada, una mesa de madera blanca, dos sillas de paja, un buen colchón bastante delgado, una manta y sábanas de algodón.

El rey de las montañas
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