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Una cama es algo superfluo de que los griegos prescinden sin dificultad, y nosotros viviamos a la griega. Me desayunaba con una taza de salep, comia un plato de carne con muchas aceitunas y pescado seco; cenaba legumbres, miel y pasteles. Los dulces no eran raros en la casa, y de vez en cuando evocaba el recuerdo de mi pais obsequiándome con una pierna de carnero y compota. No hay que decir que tenia mi pipa y que el tabaco de Atenas es mejor que el de ustedes. Lo que contribuyó sobre todo a aclimatarme en casa de Cristódulo, fué un vinillo de Santorin que iba él a buscar no sé dónde. Yo no soy un bebedor exigente, y la educación de mi paladar ha sido, por desgracia, un poco deficiente; sin embargo, creo poder afirmar que aquel vino se ria apreciado en la mesa de un rey; es amarillo como el oro, transparente como el topacio, brillante como el sol, alegre como la sonrisa de un niño. Creo verle todavia en su botella de ancha panza en medio del hule que nos servia de mantel. Alumbraba la mesa, querido amigo, y hubiéramos podido comer sin otra luz. Yo no bebia nunca mucho, porque se subia a la cabeza; y, sin embargo, al final de la comida citaba versos de Anacreonte y descubria restos de belleza en la faz lunar de la gorda Marula.

Comía en familia con Cristódulo y los huéspedes de la casa. Éramos cuatro internos y un externo. El primer piso se dividia en cuatro habitaciones, la mejor de las cuales era ocupada por un arqueóloge francés, el señor Hipólito Mérinay. Si todos los franceses se pareciesen a este caballero, seriais un pue-