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blo bien miserable. Era un señor pequeño, de diez y ocho a cuarenta y cinco años, de un rubio rojizo, muy dulce, muy hablador y armado de dos manos tibias y húmedas que no sueltan a su interlocutor.

Sus dos pasiones dominantes eran la arqueologia y la filantropia; era, pues, miembro de muchas Sociedades sabias y de muchas Asociaciones benéficas.

A pesar de ser gran apóstol de la caridad y de haberle dejado sus padres una hermnosa renta, no me acuerdo de haberle visto dar un céntimo a un pobre. En cuanto a sus conocimientos en arqueologia, todo me induce a creer que eran más serios que su amor a la humanidad. Habia sido coronado en no sé qué academia de provincias por una Memoria 80bre el precio del papel en tiempos de Orfeo. Animado por este primer éxito, habia emprendido el viaje a Grecia para recoger los materiales de un trabajo más importante: se trataba nada menos que de determinar la cantidad de aceite consumido por la lámpara de Demóstenes, mientras escribía la segunda Filipica.

Mis otros dos vecinos no eran tan sabios, ni mucho ménos, y las cosas pasadas les tenian sin cuidado.

Giacomo Fondi era un pobre maltés empleado en no sé qué Consulado; ganaba ciento cincuenta francos al mes por sellar cartas. Me imagino que cualquier otro empleo le hubiese sentado mejor. La naturaleza, que ha poblado la isla de Malta para que el Oriente no carezca nunca de mozos cuerda, habia dado al pobre Fondi las espaldas, los brazos y las manos de Milon de Crotona: había nacido para