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manejar la maza y o para quemar barras de lacre Gastaba, sin embargo, dos o tres diariamente: el hombre no es dueño de sus destinos. Este insular, fuera de su sitio, no entraba en su elemento más que a la hora de comer; ayudaba a Marula a poner la mesa, y, sin que yo se lo diga, adivinará usted que llevaba siempre la mesa a pulso. Comia como un capitán de la Iliada, y nunca olvidaré el crujido de sus amplias mandíbulas, la dilatación de las ventanas de su nariz, el brillo de sus ojos, la blancura de sus treinta y dos dientes, instrumentos formidables de su molino. Debo confesar que su conversación me ha dejado pocos recuerdos; no costaba gran trabajo encontrar el límite de su inteligencia, pero jamás se ha conocido el término de su apetito. Cristódulo no ganó nada con su hospedaje durante cuatro años aunque le hizo pagar diez francos al mes por exceso de alimentos. El insaciable maltés absorbia todos los días, después de la comida, un enorme plato de nueces, rompiéndolas entre sus dedos por la simple aproximación del pulgar y del indice. Cristódulo, antiguo héroe, pero hombre positivo, seguía este ejercicio con una mezcla de admiración y de espanto; temblaba por su postre y, con todo, sentiase halagado de ver a su mesa un cascanueces tan prodigioso. El rostro de Giacomo no hubiese estado mal en una de esas cajas de sorpresa que dan tanto miedo a los niños pequeños. Era más blanco que un negro; pero la diferencia era sólo un ligero matiz. Su pelo espeso bajaba hasta las cejas como una gorra. Por contraste bastante singular,