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este Caliban tenia el pie más menudo, el tobillo más fino y la pierna mejor dibujada y más elegante que pudieran ofrecerse al estudio de un estatuario; pero eran detalles que no llamaban nuestra atención.

Para quien le habia visto comer, su persona comenzaba al nivel de la mesa; el resto no tenía importancia.

Del pequeño William Lobster no hablo más que de pasada. Era un ángel de veinte años, rubio, sonrosado y mofletudo; pero un ångel de los Estados Unidos de América. La casa Lobster and Sons, de Nueva York, lo habia enviado a Oriente para estudiar el comercio de exportación. Trabajaba durante el día en casa de los hermanos Philip; por la noche leia a Emerson; por la mañana, a la hora radiante eu que amanece, iba a la prisión de Sócrates a ejercitarse en el tiro de pistola.

El personaje más interesante de nuestra colonia era, sin contradicción, John Harris, tio materno de Lobster. La primera vez que comí con este extraño muchacho comprendi a América. John ha nacido en Vandalia—Illinois—. Ha respirado al nacer ese aire del Nuevo Mundo, tan vivaz, tan chispeante y tan joven, que se sube a la cabeza como el vino de Champaña y emborracha cuando se le respira. No sé si la familia de Harris es rica o pobre, si puso a su hijo en el colegio o si ha dejado que él mismo se diera su educación. Lo cierto es que, a los veintisiete años, no cuenta más que consigo mismo; no confía en nada fuera de si mismo, no se asombra de nada, no cree nada imposible, no retrocede nunca, lo cree todo, lo