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bate sin haber tenido tiempo para volver de su estupefacción. Yo mismo, que hubiera querido salvarles la vida, grité en vano desde ni rincón; mi voz era ahogada por el ruido de la pólvora y por las exclamaciones de los vencedores. Dimitri, acurrucado entre mi y Hadgi—Stavros, juntaba inútilmente su voz a la mia. Harris, Lobster y Giacomo tiraban, corrian, golpeaban contando sus vietimas cada uno en su lengua.

—¡One!—decia Lobster.

¡Two! —respondía Harris.

— ¡Tre!, ¡quatro!, ¡cinque!—gritaba Giacomo—. El quinto fué Tamburis. Su cabeza se hizo pedazos bajo el fusil como una nuez fresca bajo una piedra.

Los sesos saltaron a su alrededor, y el cuerpo cayó en la fuente, como paquete de andrajos que una lavandera arroja al borde del agua.

Era un espectáculo hermoso ver a mis amigos en este trabajo espantoso. Mataban con embriaguez, se complacian en su justicia. El viento y la carrera les habia quitado los sombreros; sus cabellos flotaban atrás; sus miradas chispeaban con un resplandor tan asesino, que era dificil discernir si la muerte venia de sus ojos o de sus manos. Se hubiese dicho que la destrucción se había encarnado en esta trinidad jadeante. Cuando todo quedó llano a su alrededor y no vieron más enemigos que tres o cuatro heridos que se arrastraban por el suelo, respiraron. Harris fué el primero que se acordó de mi. Giacomo no se preocupaba más que de una cosa: no sabia si entre sus vietimas habia roto la cabeza de Hadgi—Stavros.