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Harris grito con todas sus fuerzas: «Hermann, ¿dónde está usted?» Aqui—contesté—; y los tres destructores acudieron a mi voz.

El Rey de las montañas, a pesar de su debilidadapoyó una mano en mi hombro, se recostó en la roca, miró fijamente a aquellos hombres que no habian matado tanta gente sino para llegar a él, y les dijo con voz firme:

Yo soy Hadgi Stavros.

Ya sabe usted que desde hacía mucho tiempo deseaban mis amigos castigar al viejo palikaro.

Pensaban en su muerte como en una fiesta. Tenian que vengar a las muchachas de Mistra, a otras mil vietimas, a mi, a ellos mismos. Y, sin embargo, no tuve necesidad de detenerles el brazo. Había tal resto de grandeza en este héroe reducido a ruinas, que la cólera cayó por si misma y dejó el sitio libre al asombro. Los tres eran jóvenes, y en esta edad no emplea uno las armas frente a un enemigo desarmado. En pocas palabras les dije cómo el Rey me habia defendido contra toda su partida, a pesar de estar moribundo, y el mismo dia en que le había envenenado.

Les expliqué la batalla que habian venido a interrumpir, las barricadas que acababan de franquear y esta extraña guerra en que habian intervenido para matar a nuestros defensores.

— ¡Peor para ellos!—dijo John Harris—. Teniamos, como era natural, una venda sobre los ojos. Si ics pobres diablos han tenido un buen sentimiento