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cias a mi pasaporte diplomático y a mi titulo oficial.

Había dejado mi tarjeta en casa del maestro de ceremonias y de la camarera mayor de palacio, y podia contar con una invitación para el primer baile de la corte. Para este caso guardaba un hermoso traje rojo bordado en plata que mi tia Rosenthaler me habia llevado la vispera de mi viaje. Era el uniforme de su difunto marido preparador de Historia Natural en el Instituto filomático de Minden. Mi buena tía, mujer de mucho sentido común, sabia que un uniforme es bien recibido en todos los paises, sobre todo si es rojo. Mi hermano mayor nos hizo notar que yo era más alto que mi tío, y que las mangas de mi traje no me llegaban por completo al extremo de los brazos; pero papá replicó vivamente que los bordados de plata deslumbrarian a todo el mundo, y que las princesas no miran tan de cerca.

Por desgracia, no hubo baile en la corte durante toda la temporada. En el invierno no tuvimos más diversiones que la floración de los almendros, los albaricoqueros y los limoneros. Se hablaba vagamente de un gran baile para el 15 de mayo; era un rumor de la ciudad, aceptado por algunos periódicos semioficiales; pero no habia que contar con ello.

Mis estudios iban como mis diversiones: a paso lento. Conocia a fondo el jardín botánico de Atenas, que no es ni muy hermoso ni muy rico; es un saco que pronto queda vacio. El jardín real ofrecia más recursos: un francés inteligente ha reunido en él todas las riquezas vegetales del pais, desde las palmeras de las islas hasta las saxifragas del cabo Su-