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tables que la policia estaba mal constituida y que no se obtendría un poco de seguridad sino cambiando de ministerio. Pero, en cambio, dió duras lecciones a los enemigos del orden, castigándoles por donde habían pecado. Tan notorio se hizo su talento político, que todos los partidos le estimaban en alto grado. Sus consejos, en materia de elecciones, eran casi siempre seguidos; tanto, que de un modo inverso al principio del gobierno representativo, según el cual un solo diputado expresa la voluntad de muchos hombres, él solo era representado por unos treinta diputados. Un ministro inteligente, el célebre Rhalettis, pezsó que un hombre que tocaba tan a menudo los resortes del gobierno acabaría acaso por descomponer la máquina, y procuro atarle las manos con un hilo de oro. Le dió cita en Carvati, entre el Himeto y el Pentélico, en la casa de campo de un cónsul extranjero. Hadgi—Stavros acudió, sin escolta y sin armas. El ministro y el bandido, que se conocian de tiempo atrás, almorzaron juntos como dos viejos amigos. A los postres, Rhalettis le ofreció amnistia completa para él y los suyos, un nombramiento de general de división, el titulo de senador y diez mil hectáreas de bosque.

El palíkaro dudó algún tiempo y terminó por responder que no. «Hubiera acaso aceptado hace vein te años — dijo; pero hoy soy demasiado viejo. No puedo a mi edad cambiar de manera de vivir. El polvo de Atenas no me seduce; me dormiria en el Senado, y si me dieses soldados a mandar, sería capaz de descargar mis pistolas sobre sus uniformes,