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istmo, al pequeño puerto de Lutraki, donde les esperaba otro barco. Y los esperó largo rato. HadgiStavros, en pleno día, en un hermoso camino, en país llano y sin árboles, se llevó las mercancías, los equipajes, el dinero de los viajeros y la municiones de los gendarmes que escoltaban el convoy. «¡Fué una jornada de doscientos cincuenta mil francos!», nos dijo Cristódulo con cierto matiz de envidia.

Se ha hablado mucho de las crueldades de HadgiStavros. Su amigo Cristódulo nos probó que no hacia daño por gusto. Es un hombre sobrio que no se emborracha con nada, ni aun con sangre. Si acaso llega a calentar excesivamente los pies de un labrarico, es para saber dónde el avaro ha escondido sus escudos. En generai, tata cun auizura a los prisioneros de los cuales espera un rescate. En el verano de 1804, bajó una tarde con su banda a casa de un rico mercader de la isla de Eubea, el señor Voidi. Encontró a la familia reunida, y, además, a un viejo juez del tribunal de Calcis que jugaba a las cartas con el dueño de la casa. Hadgi—Stavros propuso al magistrado que jugasen su libortad; perdió él y cumplió la condición de huena gana. Se llevó al señor Voidi, su hija y su hijo, y dejó a la mujer para que pudiese ocuparse del rescate. El dia del rapto, el comerciante sufria de gota, su hija tenia fiebre y el muchachito estaba pålido e hinchado.

Volvieron dos meses después, curados todos por el ejerci, el aire libre y el buen trato. Toda la familia recobró la salud por cincuenta mil francos. ¿Era demasiado caro?