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Confieso añadió Cristódulo — que nuestro amigo es implacable con los malos pagadores. Cuando un rescate no es estregado a su vencimiento, mata a los prisioneros con una exactitud comercial; es su manera de protestar las letras. Con toda mi admiración por él y la amistad que une a nuestras dos familias, no le he perdonado todavia el asesinato de las dos muchachitas de Mistra. Eran dos gemelas de catorce años, lindas como dos estatuillas de mármol, prometidas ambas a dos muchachos de Leondari. Se parecian tanto, que al verlas creía uno ver doole y se frotaba los ojos. Una mañana salieron a vender capullos de gusano de seda a la fábrica de hilados; llevaban juntas un gran cesto y corrian ligeras por el camino como dos palomas enganchadas al mismo carro. Hadgi—Stavros se las llevó a la montaña y escribió a su madre que se las devolveria por diez mil francos, pagaderos a fin de mes. La madre era una viuda acomodada, propietaria de dos hermosas moreras, pero pobre en dinero contante, como lo somos todos. Empeñó sus bienes, cosa nunca fácil, ni aun a veinte por cierto de interės. Necesitó seis semanas y más para reunir la suma. Cuando al fin tuvo el dinero, lo cargó sobre un mulo y partió a pie para el campamento de Hadgi—Stavros. Pero al entrar en la gran langada del Taigeto, en el sitio donde hay seis fuentes bajo un plátano, el mulo, que marchaba delante, se paró en seco y se negó a dar un paso más. Entonces la madre vió sobre el borde del camino a sus hijitas. Tenian el cuello cortado hasta el hueso, y las lindas