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elegantes a caballo. La corte no faltaría por un imperio. Después del último pasodoble, todos vuelven a casa, con el traje lleno de polvo y el corazón contento, y se dicen entre si: «Nos hemos divertido en grande».

No cabe duda de que Fotini pensaba lucirse en la música, y a su admirador Dimitri no le disgustaba la idea de presentarse a su lado, pues llevaba una levita nueva que habia comprado hecha en el almacén de La Bella Jardinera. Por desgracia, la lluvia se puso a caer con tantas ganas, que tuvimos que quedarnos en casa. Para matar el tiempo, Marula nos propuso jugar bombones; era una distracción de moda entre la clase media. Cogió un bote en la tienda y distribuyó a cada uno de nosotros un puñado de bombones indigenas, de clavo, anis, pimienta y achicoria. En seguida se repartieron las cartas, y el primero que sabía reunir nueve del mismo color recibia tres bombones de cada uno de sus adversarios. El maltés Giacomo demostró, por su atención sostenida, que la ganancia no le era indiferente. El azar se declaró por él: hizo una fortuna y le vimos devorar seis u ocho puñados de bombones que se habían paseado por las manos de todo el mundo y por las del señor Mérinay.

Yo, que tenía menos interés en la partida, concentré mi atención en un fenómeno curioso que se producia a mi izquierda. Mientras las miradas del joven ateniense iban a romperse una a una contra la indiferencia de Fotini, Harris, que no la miraba, la atraía hacia él por una fuerza invisible. Tenia sus