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la plaza de los cañones, saludé la pequeña artilleria del reino, que dormita bajo un cobertizo, soñando la toma de Constantinopla, y llegué en cuatro zancadas al paseo de Patissia. Las melias que la bordean por los dos lados comenzaban a entreabrir sus flores olorosas. El cielo, de un azul profundo, blanqueaba ligeramente entre el Himeto y el Pentélico. Ante mí, en el horizonte, las cimas del Parnés se alzaban como una muralla desmantelada: alli estaba el objeto de mi viaje. Bajé por un atajo hasta la casa de la condesa Yantha Theotoki, ocupada por la legación de Francia; bordeé los jardines del principe Miguel Sutzo y la Academia de Platón, rifada hace algunos años por un presidente del Areópago, y entré en el bosque de olivos. Los tordos madrugadores y los mirlos, sus primos hermanos, saltaban en el follaje argentado, y charlaban alegremente sobre mi cabeza.

A la salida del bosque, atravesé grandes campos de cebada verde, donde los caballos del Atica, cortos y rechonchos, como en el friso del Partenón, se consolaban del forraje seco y de la alimentación ardorosa del invierno. Bandadas de tórtolas huían cuando yo me acercaba, y las alundras moñudas subian verticales en el cielo como cohetes. De vez en cuando una indolente tortuga cruzaba por mi camino, con su casa a cuestas. Me detenia, la volvia sobre la espalda y proseguia mi camino dejándole el honor de salir del paso. Después de dos horas de marcha, entré en el desierto. Las huellas de cultivo desaparecían; no se veía por el suelo árido más que mechones de hierba raquítica, bulbos de ornitó-