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des y orientarme en la llanura. Pero los taludes caían a pico; yo estaba cansado, tenía hambre y me encontraba bien a la sombra. Me senté sobre un pedazo de mármol, saqué de mi caja un trozo de pan, una pierna de carnero fría y una calabaza del vino que usted sabe. «Si me encuentro me dije para mis adentros — en un camino, acaso pase alguien y me informaré.» En efecto: cuando cerraba mi cuchillo para tenderme a la sombra, con esa plácida quietud que sigue al almuerzo de los viajeros y de las serpientes, crei escuchar el paso de un caballo. Apliqué el oido a tierra, y reconocí que dos o tres jinetes avanzaban por detrás de mi. Me eché la caja a la espalda, y me preparé a seguirles en caso de que se dirigieran hacia el Parnés. Cinco minutos después vi aparecer dos damas montadas sobre caballos de alquiler y equipadas como inglesas de viaje. Detrás de ellas marchaba uno a pie, a quien reconoci sin trabajo:

era Dimitri.

Usted, que ha corrido algo de mundo, no dejará de haber notado que el viajero se pone siempre en marcha sin ninguna preocupación de las vanidades indumentarias; pero que si se le ocurre tropezar con mujeres, aunque sean más viejas que la paloma del arca, sale bruscamente de esta indiferencia y echa una mirada inquieta sobre su envoltura polvorienta.

Aun antes de distinguir el rostro de las dos amazonas detrás de sus velos de crespón azul, habia yo pasado revista a toda mi persona y había quedado bastante satisfecho. Llevaba el traje que usted ve, y