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que está todavia presentable, aunque va a hacer pronto dos años que lo llevo. Lo único que he cambiado es el sombrero: una gorra, aunque fuese tan hermosa y tan buena como ésta, no protegeria a un viajero contra los dardos del sol. Entonces llevaba un sombrero de fieltro gris de anchas alas, en el cual no se notaba el polvo.

Me lo quité cortésmente al pasar las dos damas, que no parecieron inquietarse grandemente de mi saludo, y tendi la mano a Dimitri, que me instruyó en pocas palabras de lo que yo queria saber.

—¿Es este el camino del Parnés?

—Sí; nosotros también vamos allá.

—¿Puedo ir con ustedes?

—¿Por qué no?

—¿Quiénes son estas damas?

— Mis inglesas. El milord se ha quedado en el hotel.

—¿Qué clase de gentes son?

— ¡Psch! Banqueros de Londres. La vieja es la señora Simons, de la casa Barley et C.ª; el milord es su hermano, y la señorita es su hija.

—¿Bonita?

—Según los gustos. Yo prefiero a Fotini.

—¿Irán ustedes hasta la fortaleza de File?

Si. Me han tomado por una semana, a diez francos diarios y la comida. Yo seré quien organice los paseos. He principiado por este, porque sabia que me encontraria con usted. Pero ¿qué mosca les pica?

La vieja, aburrida de ver que yo le acaparaba su servidor, habia puesto al trote su cabalgadura en un EL REY DE LAS MONTAÑAS 4 -