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como su velo azul acababa de volarse hacia atrás, vi la cara más adorable que jamás ha podido trastornar el espíritu de un naturalista alemán.

Un encantador poeta chino, el célebre A. Scholl, pretende que todo hombre tiene e. el corazón un rosario de huevos, cada uno de los cuales contiene un amor. Para romper la cáscara basta la mirada de una mujer. Soy demasiado sabio para ignorar que esta hipótesis no descansa sobre ninguna base sólida, y que se halla en contradicción formal con todos los hechos revelados por la anatomia. Con todo, debo decir que la primera mirada de mis Simons me causó una sensible sacudida en la parte del corazón. Senti un estremecimiento completamente desusado, y que no tenía, sin embargo, nada de doloroso, y me pareció que algo se había roto en la caja ósea de mi pecho, debajo del hueso llamado esternón. En el mismo instante corrió mi sangre con ritmo viclento y mis sienes palpitaron con tanta fuerza, que podia contar las pulsaciones.

¡Qué ojos tenía, mi querido amigo! Deseo, para su tranquilidad, que no encuentre usted nunca otros parecidos. No eran de un tamaño sorprendente y no desarmonizaban con el resto de la cara. No eran ni azules ni negros, sino de un color especial y propio, hecho para ellos, y molido expresamente en un rincón de la paleta: un castaño oscuro ardiente y aterciopelado, que no se encuentra más que en el granate de Siberia y en ciertas flores de los jardines.

Le enseñaré a usted una escabiosa y una variedad de malvarrosa casi negra, que recuerdan, sin igua-