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La quinta era un pequeño edificio de ladrillos rojos, coronado por cinco cúpulas, ni más ni menosque una mezquita de aldea. Vista de lejos, no carecia de cierta elegancia. Limpio por fuera, sucio por dentro; es la divisa de Oriente. En los alrededores, al abrigo de un monticulo erizado de tomillo, se veían colmenas de paja puestas en tierra de cualquier modo y alineadas con una cuerda como las tiendas de un campamento. El rey de este imperio, el buen viejo, era un joven de veinticinco años, pequeño, regordete y vivaracho. Todos los monjes griegos disfrutan del titulo honorifico de buen viejo, sin que la edad tenga nada que ver con ello. Estaba vestido como un aldeano; pero su gorro, en lugar de ser rojo, era negro, y por esta señal lo reconoció Dimitri.

Al vernos llegar el hombrecito, levantó los brazos al cielo y dió señales de una estupefacción profunda.

¡Vaya un tipo extravagante! — exclamó la señora Simons. ¿De qué se asombra tanto? ¡Parece como si no hubiese visto nunca inglesas!

Dimitri, que corría a la cabeza, le besó la mano al monje y le dijo con una curiosa mezcla de respeto y familiaridad:

— Bendígame usted, padre. Tuércele el pescuezo a dos pollos, que se te pagarán biendijo el monje—, ¿qué vienen ¡Desgraciados!

ustedes a hacer por aquí?

— A almorzar.

1 —¿No has visto, pues, que el khan de abajo estaba abandonado?