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— ¿Qué me importa?—replicó la señora Simons—.

Que me roben todo lo que llevo encima y que me den de almorzar.

He sabido más tarde que la pobre mujer estaba sujeta a una enfermedad bastante rara, que el vulgo llama hambre canina, y que nosotros los sabios hemos bautizado con el nombre de bulimia. Cuando el hambre se apoderaba de ella, hubiese dado su fortuna por un plato de lentejas.

Dimitri y Mary—Ann la cogieron cada uno por una mano y la arrastraron hasta el sendero por donde habiamos subido. El frailecillo la seguia gesticulando, y yo sentía una violenta tentación de empujarla por detrás; pero un pequeño silbido claro e imperativo nos dejó a todos clavados en el suelo.

¡St, st!

Levanté los ojos. Dos bosquecillos de lentiscos y madroños se apretaban a ambos lados del camino.

De cada matorral salian tres o cuatro cañones de fusil. Una voz gritó en griego:

Siéntense en el suelo.

Esta operación me resultó tanto más fácil, cuanto que mis piernas se me doblaban ya involuntariamente. Pero me consolé pensando que Ayax, Agamenón y el fogoso Aquiles, si se hubiesen visto en situación semejante, no hubiesen rehusado el asiento que se me ofrecia.

Los cañones de los fusiles bajaron hacia nosotros.

Creí ver que se alargaban desmesuradamente y que sus extremidades venian a juntarse en torno de nuestras cabezas. No es que el miedo me turbase la vista;