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Deposité sobre el camino una veintena de francos, mi tabaco, mi pipa y mi pañuelo.

—¿Qué es esto?—preguntó el gran inquisidor.

—Un pañuelo.

—Para qué?

—Para limpiarme las narices.

—¿Por qué me has dicho que eras pobre? Solamente los milores se limpian las narices con pañuelos.

Quitate la caja que tienes a la espalda. ¡Bien!

¡Abrela!

Mi caja contenia algunas plantas, un libro, un cuchillo, un pequeño paquete de arsénico, una cantimplora casi vacia y los restos de mi almuerzo, que encendieron una mirada de codicia en los ojos de la señora Simons. Tuve el atrevimiento de ofrecérsclos antes de que mi equipaje cambiara de dueño. Ella los aceptó glotonamente, y se puso a devorar el pan y la carne. Con gran asombro mio, este apetito escandalizó a nuestros ladrones, que murmuraron entre ellos la palabra cismática. El fraile se persignó media docena de veces, según el rito de la iglesia griega.

—Tú debes de tener un reloj—me dijo el bandido; ponlo con lo demás.

Entregué mi reloj de plata, una alhaja hereditaria que pesaba cuatro onzas. Los malvados se la pasaron de mano en mano, y la encontraron muy hermosa. Yo esperaba que la admiración, que hace mejores a los hombres, los dispondría a devolverme algo, y supliqué al jefe que me dejase mi caja de latón. Pero él me impuso rudamente silencio.