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ra. El bandido lo abrió con una diligencia de aduanero. Sacó un pequeño neceser inglés, un frasco de sales inglesas, una caja de pastillas de menta inglesa y álgunos francos en dinero inglés.

—Ahora—dijo la bella impaciente—, puede usted dejarnos marchar: no podemos darles nada más.

Con un gesto amenazador se le indicó que la sesión no estaba levantada. El jefe de la banda se puso en cuclillas delante de nuestro despojos, llamó al buen viejo, contó el dinero en su presencia, y le entregó una suma de cuarenta y cinco francos. La señora Simons me empujó con el codo:

—Ya ve usted que el monje y Dimitri nos han entregado: entran a la parte.

—No, señora—repliqué yo enseguida —. Dimitri no ha recibido más que una limosna de lo que le habian robado. Es una cosa qne se hace en todas partes. A orillas del Rhin, cuando un viajero se n arruinado en la ruleta, el empresario del juego le da una cantidad para que vuelva a casa.

—Pero ¿y el monje?

—Ha percibido el diezmo del botín en virtud de un uso inmemorial. No se lo eche usted en cara, sino más bien agradézeale que haya querido salvarnossiendo así que su convento estaba interesado en nuestra captura.

Esta discusión fué interrumpida por la despedida de Dimitri. Acababan de devolverle la libertad.

—Espérame—le dije—; volveremos juntos.

El movió tristemente la cabeza, y me respondió que las damas le comprendiesen: