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rey. La señora Simons afirmó su independencia negándose a mover un pie. Los bandidos la amenazaron con llevarla en sus brazos, y ella declaró que no se dejaria llevar. Pero su hija la inclinó a sentimientos más suaves, haciéndola esperar que encontraria la mesa puesta y que almorzaria con Hadgi—Stavros.

Mary—Ann estaba más sorprendida que espantada.

Los bandidos subalternos que acababan de detenernos habian manifestado una cierta cortesía: no habían registrado a nadie, y habian mantenido las manos lejos de sus prisioneras. En lugar de despojarnos, nos habian rogado que nos despojáramos nosotros mismos; no habian notado que las damas llevaban pendientes, y ni siquiera les habian invitado a que se quitasen los guantes. Estábamos, pues, bien lejos de esos bandoleros de España y de Italia que cortan un dedo para coger una sortija, y arrancan el lóbulo de la oreja para conseguir una perla o un diamante. Todas las desgracias que nos amenazaban se reducian al pago de un rescate, y hasta era muy probable que fuésemos puestos en libertad gratis. ¿Cómo suponer que Hadgi—Stavros nos habría de retener impunemente, a cinco leguas de la capital, de la corte, del ejército griego, de un batallón de Su Majestad Británica y de un buque estacionario inglés? Asi razonaba Mary—Ann. En cuanto a mi, pensaba involuntariamente en las muchachitas de Mistra y me sentia dominado por la tristeza. Temia que la señora Simons, por su obstinación patriótica, expusiese a su hija a algún peligro grande y me prometía ilustrarla lo más pronto