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posible sobre su situación. Marchábamos uno a uno por el sendero estrecho, separados los unos de los otros por nuestros feroces compañeros de viaje. El camino me parecía interminable, y pregunté más de diez veces si no llegariamos pronto. El paisaje era horrible: la roca desnuda dejaba apenas escapar por sus grietas algunos carrascos o algunas matas de tomillo espinoso que se enganchaba en nuestras piernas. Los bandidos misteriosos no manifestaban ninguna alegria, y su marcha triunfal parecía un paseo fúnebre. Fumaban silenciosamente cigarrillos del grueso de un dedo. Ninguno de ellos hablaba con su vecino; uno solo salmodiaba de cuando en cuando una especie de canción nasal. Este pueblo es lúgubre como una ruina.

Hacia las once unos ladridos feroces nos anunciaron la proximidad del campamento. Diez o doce perros enormes, grandes como terneros, rizados como carneros, se arrojaron sobre nosotros enseñando todos sus dientes. Nuestros protectores los recibieron a pedradas, y después de un cuarto de hora de hostilidades, se hizo la paz. Estos monstruos inhospitalarios son los centinelas avanzados del Rey de las montañas. Olfatean a los gendarmes como los perros de los contrabandistas olfatean a los aduaneros. Pero no se limitan a esto: su celo es tan grande, que de vez en cuando muerden a un pastor inofensivo, a un viajero extraviado y hasta a un compañero de Hadgi—Stavros. El Rey de las montañas los alimenta, como los viejos sultanes sostenian a sus genizaros, con el temor continuo de ser devorados.