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cadillo insignificante; la señora Simons era mucho más culpable por haber comido cordero el miércoles de la Ascensión.

Los hombres de nuestra escolta satisficieron cumplidamente la curiosidad de sus camaradas. Estos los abrumaron a preguntas, y ellos respondieron a todo.

Pusieron de manifiesto el botin que habian hecho, y mi reloj de plata obtuvo por segunda vez un éxito que halagó mi amor propio. La cajita de oro de MaryAnn fué menos celebrada. En esta primera entrevista la consideración pública cayó sobre mi reloj, y algo de ella vino a recaer en mi. A los ojos de estos hombres sencillos, el poseedor de una pieza tan importante no podía ser menos que un milord.

La curiosidad de los bandidos era molesta, pero no insolente. Ninguno de ellos se daba aire de tratarnos como país conquistado. Sabian que nos tenian en sus manos y que tarde o temprano nos cambiarían por cierto número de piezas de oro; pero no pensaban en aprovecharse de esta circunstancia para tratarnos mal o para faltarnos al respeto. El buen sentido, ese genio imperecedero del pueblo griego, les mostraba en nosotros los representantes de una raza diferente y, hasta cierto punto, superior. La barbarie victoriosa rendia un secreto homenaje a la civilización vencida. Varios de entre ellos veian por primera vez un traje europeo, y daban vueltas alrededor de nosotros como los habitantes del Nuevo Mundo alrededor de los españoles de Colón. Palpaban disimuladamente la tela de mi abrigo para saber de qué tejido estaba hecho. Hubiesen querido .