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cortaplumas y la escribanía. Algunos cilindros de latón, parecidos a esos en que nuestros soldados guardan su licencia, servian como depósitos de los archivos. El papel no era indigena, y por su causa y razón; cada hoja llevaba la palabra BATH en mayúsculas.

El Rey era un gallardo anciano maravillosamente conservado: derecho, delgado, flexible como el acero, l'mpio y reluciente como un sable nuevo. Sus largos bigotes blancos caian sobre la barbilla como dos estalactitas de mármol. El resto del rostro estaba escrupulosamente afeitado. El cráneo, desnudo hasta el occipucio, donde una gran trenza de cabe.

Ilos blancos so arrollaba bajo el bonete. La expresión de sus facciones me pareció reposada y reflexiva. Un par de ojillos azul claro y una barbilla cuadrada anunciaban una voluntad inquebrantable.

Su cara era larga, y la disposición de las arrugas la alargaba más todavía. Todos los pliegues de la frente se rompían en el medio, y parecían dirigirse al encuentro de las cejas; dos surcos, anchos y profundos, bajaban perpendicularmente en la comisura de los labios, como si el peso de los bigotes hubiese arrastrado los músculos de la cara. He visto muchos septuagenarios, y hasta he disecado uno que hubiese alcanzado la centena si la diligencia de Osnabruck no le hubiese pasado por encima. Pero no me acuerdo de haber observado una vejez más lozana y más robusta que la de Hadgi Stavros.

Llevaba el traje de Tino y de todas las islas del archipiélago. Su gorro rojo formaba un amplio plie-